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Función y valor del deseo
Fijémonos, como ulterior rasgo, en uno de los que ofrecen una perspectiva más interesante para hoy: la función y el valor del deseo. El deseo, naturalmente, el auténtico y verdadero deseo, no era para Ignacio una veleidad, sino uno de los resortes más fuertes que había puesto Dios en el corazón del hombre. De Dios “procede lo que se desea” dice el Santo en las Constituciones. El deseo es la gran fuerza del jesuita, muchas veces la única capaz de darle las energías necesarias para vencer las dificultades más arduas. Por este motivo en el Examen previo a la admisión se pregunta al candidato ante todo y sobre todo por sus deseos. Es necesario que advierta cuánto ayuda “admitir y desear con todas las fuerzas posibles cuanto Cristo nuestro Señor ha amado y abrazado”. Tanta importancia da el Santo al deseo que se ha de preguntar al candidato que “donde por la nuestra flaqueza humana y propia miseria no se hallase en los tales deseos así encendidos en el Señor nuestro, sea demandado si se halla con deseos algunos de hallarse en ellos”. “Deseos de tener deseos”: el arma de todo joven es el arma de Ignacio, que conocía por experiencia propia la fuerza del deseo. Al principio de su conversión se vio dominado por los más quiméricos deseos. “Se estaba luego embebido… dos y tres y cuatro horas sin sentirlo” dando vueltas a su fantasía: “No miraba cuan imposible era poderlo alcanzar”. Ignacio soñaba despierto dando vueltas a sus representaciones fantasmagóricas, pensando en “aquellas hazañas mundanas que deseaba hacer”. Pero estos momentos de devaneo nos interesan menos. Es algo propio de la juventud, no del espíritu juvenil que estamos aquí examinando, es decir del sustrato permanente en esos ensueños y vigilias. Esa fuerza que quedó en Ignacio como quinta esencia de sus anhelos juveniles fue una valoración increíble del deseo.
Si Ignacio realizó tanto fue porque la fuerza del deseo formaba en él como una segunda naturaleza. Se ponía delante los ideales más elevados porque veía todo a través del deseo. Se proponía lo que “un ánimo generoso, encendido de Dios suele desear hacer”. Llegó Ignacio a percibir la fuerza del deseo, porque lo veía como una especie de reflejo de la acción perenne del espíritu divino. A través del deseo, como de un rastro sublime, podía descubrir reflejada la voluntad de Dios. Más aún. El deseo no era sólo el reflejo, era la revelación de la fuerza y del amor de Dios. Dios, escribía Ignacio a san Francisco de Borja, va “con la una mano llevando y presentando los tales deseos y con la otra con crecida diligencia obrando en ellos y con ellos en su mayor honor y gloria”. En el deseo percibía Ignacio la eclosión del amor, el modo cómo Dios se hacía presente en uno. No hay nada más parecido al Espíritu que el deseo. Por todo ello los deseos testifican al santo la presencia y la asistencia continua de Dios. Como escribía a Diego Hurtado de Mendoza, basta “representar a nuestro sapientísimo Padre y Señor nuestro” los “deseos”, para “mucho quietarnos con lo que viniere de su mano, haciendo cuenta que pues ni le falta voluntad ni poder para darnos lo que más nos conviene, que lo dará”. Dios obraba en los deseos de modo especial. Cuando Ignacio se sentía “lleno de deseos” se sentía “lleno de Dios”.