Juan González Álvarez
Miembro de los Teólogos del Pueblo
Cuando Dios creó al ser humano “lo creó a su imagen y semejanza” (Gn 1,26) de ahí que la vida de la persona es sagrada e inviolable. La dignidad del hombre y la mujer no consiste en lo que hace, menos aún en lo que tiene, si no en lo que es, ser persona. Por esta razón el ser humano tiene un valor absoluto, es decir, el respeto incondicional que se le tiene en cuanto a persona.
Sin embargo, los Obispos de Latinoamérica nos indican que: “La cultura actual tiende a proponer estilos de ser y de vivir contrarios a la naturaleza y dignidad del ser humano. El impacto dominante de los ídolos de poder, la riqueza y el placer efímero se han transformado, por encima del valor de la persona, en la norma máxima de funcionamiento y el criterio decisivo en la organización social”, (Aparecida N.387).
Nosotros somos testigos de cómo el ídolo del poder se ha ensañado de muchos funcionarios, tanto políticos como de otras instituciones, que se supone están al servicio del desarrollo de la humanidad, pero que lamentablemente han ocupado estos espacios para sus intereses egoístas, no importando si tienen que violar los derechos de las mayorías, con tal de mantener el poder y sus intereses personales, partidistas, sectoriales o de grupúsculos.
Por otro lado, la idolatría de la riqueza de los que tienen la responsabilidad de administrarla y distribuirla, de una manera equitativa, tanto el gobierno como las entidades públicas y privadas, han llevado a la mayoría a una grave situación de miseria, al no invertir en los derechos fundamentales de la persona. Todo esto por haber tergiversado el sentido de las riquezas, olvidando que ella debe estar al servicio de una vida digna del ser humano y no a la inversa.
La buena noticia, es que por medio del misterio de la encarnación, Dios se hizo humano y puso su morada entre nosotros (Jn 1, 14). Al ser así, asumió toda nuestra condición y situación. Y esto significó la redención de toda la humanidad. El Dios de Jesucristo es un Dios integral, de ahí que al encarnarse Jesucristo en la humanidad, lleva a trascender todas las dimensiones del ser humano, para que tengan vida y la tengan en abundancia (Jn 10, 10).
El libro de los Hechos de los Apóstoles, describe que Jesús “pasó haciendo el bien y curó a todos los oprimidos por el diablo, porque Dios estaba con él” (Hch 10,38). Toda la existencia de Jesús, en especial su vida ministerial, fue un darse para la humanidad, con una opción preferencial por aquellos que no valían nada para la sociedad dominante de aquella época.
De esta manera se comprende que el ser humano no es tan sólo una de las realidades del mundo, ni siquiera la mejor. No es un objeto sino un sujeto, dotado con voluntad y libertad, representante de Dios en la creación. “Creado por Dios y refleja algo de su gloria. Por esta razón cada persona humana es digna de nuestra entrega” (EG N.274).