Paulina Samayoa M. de Guerra
Este 20 de mayo del año en curso, conmemoramos el quinto centenario de una experiencia que transformó a Ignacio de Loyola para siempre, y dio lugar a una espiritualidad que ha facilitado el encuentro con Dios de muchas generaciones. Además de una conmemoración de un acontecimiento en la vida de un hombre, es una invitación a vivirlo como una oportunidad de actualizar esa experiencia en nuestras propias vidas, en nuestra relación con Dios, con los demás y con la creación.
El responsorio del Salmo de este próximo domingo, Solemnidad de Pentecostés, nos mueve a pedirle al Señor, nuestro Dios, que envíe su Espíritu, a renovar la tierra. Esta petición de nuestro corazón, en el marco del inicio del Año Ignaciano resuena con fuerza, ya que a partir de estos días y a lo largo de este año, buscaremos “ver nuevas todas las cosas en Cristo”.
Pero, ¿qué implica esto? El espíritu de esta invitación radica en una constante renovación de nuestros corazones, actitudes y acciones para mantener nuestros sentidos abiertos para captar las necesidades de nuestro entorno, preguntándonos en todo momento cómo podemos ayudar a transformar la realidad. Reconocer que el mundo es un mundo herido, roto; y es en este mundo donde Jesús caminó, conversó y abrazó.
Es también asumir nuestras propias limitaciones, como hizo el propio Ignacio. Porque la historia de Ignacio, igual que la de cualquiera de nosotros, no es la de un superhombre, sino la de un simple «peregrino» —como se refería a sí mismo— empeñado en darse a los demás. Y así, orientarnos hacia salir al camino, para ir descubriendo a ese Dios que vive y trabaja en todas las criaturas, y contemplarlo en todo lo que nos rodea.