Si bien es cierto que estos fundamentos se encuentran implícitos en las diversas teorías del acompañamiento personal, no está de más el presentarlos aquí de una manera más desarrollada y explícita, para acentuar la importancia de su consideración.
La búsqueda de sentido
El ser de la persona se caracteriza no sólo por su propia existencia sino por la capacidad de preguntarse acerca de ella misma. Los grandes interrogantes existenciales, como “¿quién soy yo?”, “¿quiénes son los demás?”, “¿qué sentido tiene la vida?”, etc. han constituido la constante preocupación de filósofos y pensadores, aunque sus respuestas más o menos afortunadas, no nos eximen de la necesidad de responder nosotros mismos de una manera personalizada a dichos interrogantes.
La persona experimenta, de un modo u otro, la necesidad de dar un sentido a su vida dotándola de significado. Se trata de una necesidad primaria, específica, que brota espontáneamente de su estructura psíquica profunda. El hombre no sólo se siente impelido a hallar un sentido a su vida, sino también a plantearse si este sentido existe realmente o no. Esta necesidad de descubrir y dar significado a la existencia va aumentando a lo largo de la vida del ser humano en estrecha relación con diversos factores relacionados con las experiencias de interacción con el entorno. La persona tiende a formular síntesis cada vez más globalizadoras de su contacto con la realidad, que le permitan explicarla y predecirla. Surge así una visión unificada del mundo y una cosmovisión de la propia existencia integrada en él. Precisamente, la coherencia entre las acciones de la persona y esa filosofía unificadora vendría a ser uno de los criterios de maduración personal en la evaluación del ser humano.
Interioridad y Profundidad de Vida
El sentido de vida difícilmente puede ser compatible con una superficialidad de vida de carácter irreflexivo y centrado en el estímulo superficial. Se hace necesario establecer unos parámetros de interioridad y profundidad vital, que ayuden a centrar a la persona en sí misma para lograr una respuesta que pueda ayudarle a llenar ese “vacío existencial” al que hemos hecho alusión anteriormente. “En un mundo que invita a estar siempre volcados al exterior, en una sociedad que nos empuja y obliga a mostrarnos siempre y en todo lugar como un escaparate, novedoso, a la última, sin taras ni defectos, en un contexto en el que somos arrastrados a salir de casa, de nuestra casa, de nuestra intimidad, de lo más nuestro y dispersarnos en miles de vanidades y distracciones hasta el punto de no vivir en nosotros mismos ni por nosotros mismos, se impone la necesidad de una educación en la profundidad e interioridad de vida”.
La primera característica para vivir en profundidad es la vivencia auténtica, personal y centrada del sentir, del conocer y del querer. “No es lo mismo lo que sentimos que lo que creemos sentir, lo que pensamos de lo que creemos pensar, lo que queremos de lo que creemos querer”, nos advierte Erich Fromm.
La segunda característica estaría constituida por la forma del empleo de nuestro tiempo en el diario acontecer de nuestras vidas. No se puede hablar seriamente de interioridad cuando nuestro tiempo se consume en la superficialidad del marasmo de rituales y pasatiempos vacíos, o en un activismo incesante de carácter evasivo.
La tercera característica estaría constituida por la capacidad para asumir las tres dimensiones de la temporalidad humana: pasado, presente y futuro, con especial énfasis en el presente. La profundidad e interioridad de vida no debe prescindir de ninguna de estas dimensiones.
Discernimiento e Identidad
Discernir (del latín cernere) que es distinguir una cosa de otra señalando sus diferencias, significa mirar con atención, comprender y depurar para poder elegir lo que más conviene, en orden a que nuestras actitudes sean conscientes, voluntarias, libres y responsables y, por tanto, capaces de determinar la orientación fundamental de nuestra vida. Podemos afirmar que el ser humano es un “ser en discernimiento”.
La vida es una continua elección. Cada instante de nuestra existencia está marcado por una decisión o una renuncia. Somos el resultado de las opciones que vamos tomando ante las diversas incógnitas porque, aunque no podemos escoger “nuestros problemas”, sí podemos elegir sus respuestas. Nuestras elecciones y las renuncias que llevan aparejadas, contribuyen a ir formando nuestra propia identidad. La vida humana puede considerarse como un permanente proceso electoral que nos exige optar en cada momento entre una multitud de posibilidades.
Que podamos elegir entre un número más o menos amplio de opciones no es, sin embargo, lo más relevante. La trascendencia de las decisiones radica en el hecho de saber que cuando un ser humano escoge un comportamiento frente a otro, o se desliga de una alternativa para abrazar otra, se está eligiendo a sí mismo y fraguando su identidad. Nuestras conductas nos configuran, y las decisiones que tomamos a lo largo de nuestra vida determinan el tipo de ser humano que somos. Por esta razón podemos afirmar que la persona se elige a sí misma, porque al escoger su conducta está también escogiendo la persona que quiere ser.
[1] Tomado de EL ACOMPAÑAMIENTO PERSONAL. Plan de Formación, de los jesuitas de la Provincia de Loyola.