P. Pedro Jaramillo Rivas.- Pastoral Universitaria Landivariana
De padre y de hijos y de corazones partidos
Nos la sabemos de memoria. Pero cada vez que la escuchamos, algo se nos estremece en el alma…: la parábola del “padre misericordioso” (el padre y su misericordia son el centro del relato…) Clara es la razón de nuestro estremecimiento: tú y yo y todos somos “necesitados de misericordia”. Necesitados de alguien que sea “corazón para nuestras miserias” (…que de martillos que aporrean ya sabemos bastante…). Lo que a fariseos y escribas les indigna, a ti y a mí nos consuela: éste “acoge a los pecadores y come con ellos…” ¡Gracias, Jesús!, de lo contrario, ¡qué lejos estaríamos de ti! “Acoger para comer juntos”. ¡La intimidad está servida! La mesa lo dice todo ¿Te la perdiste? Jesús disfruta encontrándote de nuevo… Y tú no vayas a jugar al escondite. Déjate encontrar, que lo necesitas. Reconócete “pródigo”. Curioso que el significado de “pródigo” pueda ser una cosa y su contraria: “dícese de la persona que despilfarra o gasta sin cuidado sus bienes”/ “dícese de la persona que da con generosidad lo que tiene o lo pone al servicio de los demás”. El hijo menor fue “pródigo” por su despilfarro; su padre fue “pródigo” por la “prodigalidad”…, por su misericordia sin límites.
Es el punto de insistencia de todo el relato: “el padre, rico en misericordia”. Toda la parábola se desarrolla entre “prodigalidades” del padre y “ruindades” de los dos hijos. En esa especie de identificación que solemos hacer con personajes o situaciones de las parábolas de Jesús, en ésta nos identificamos casi exclusivamente con el hijo menor, el pródigo despilfarrador de la fortuna del padre. Y nos vemos exigentes: “dame la parte que me toca de la fortuna”. ¡Mal empezamos! Los bienes – aunque sean los de los padres -no se exigen; se acogen y se agradecen. Y menos aún se exigen para derrocharlos viviendo perdidamente… Se nos agolpan situaciones, casos familiares…, expresión de “ruindades” que no tienen nombre… ¡Cuántas heridas! ¡Cuántas ingratitudes!¡cuántas incongruencias!… Nuestra propia vida es muchas veces una parábola.
Hay que tocar fondo para “caer en la cuenta”.
Ese fondo es “la gracia” encerrada en las “desgracias”. Momentos en que una vida que se ha quedado sin sentido … y comienza a echarlo en falta y lo implora: “me llega el agua al cuello y no puedo hacer pie”. Cuando el agua se te queda en el tobillo, ni te importa si tienes o no tienes apoyo. Pero, cuando te inunda y no puedes hacer pie, ¡cómo buscas el apoyo!… Hay que tocar fondo, para poder tomar la decisión: “¡Me levantaré e iré a la casa de mi padre!” Contra la autosuficiencia del arrogante, la sencilla humildad de quien se sabe necesitado. Algunos piensan que la conversión del hijo pródigo lo fue por interés. Es verdad que la toma desesperado por el hambre… Pero, en la vida hay muchas hambres, hay un hambre mucho más honda: el hambre de filiación. El hambre de volver a ser hijo, y, ahora, sí, sin reclamo de la parte que me toca de la fortuna (“trátame como a uno de tus jornaleros”).
Lo que nunca se imaginó el hijo menor es que su padre lo seguía queriendo y esperando, no funcionalmente – como se quiere a un jornalero – sino entrañablemente, como se quiere a un hijo que, para él, nunca dejó de serlo. Y por eso, su abrazo ni le dejó de terminar su “confesión”. Y hubo fiesta a lo grande.
Tiene tanta carga de amor, perdón, acogida, de abrazo, de alegría de fiesta relación “padre-hijo menor” que, cuando llegamos al hijo mayor llevamos casi perdido nuestro sentido de identificación. Sin embargo, muchas veces nuestros comportamientos familiares, sociales y eclesiales nos acercan mucho, muchísimo, a él. Se enojó por la “prodigalidad” del padre con “ese hijo tuyo” (ni lo reconoció como “mi hermano”). El padre también se acercó a él, salió a su encuentro, para hablarle de “tu hermano” y de la alegría que era lógico que sintiera, porque “estaba muerto y ha resucitado; estaba perdido y los hemos encontrado”… Pero, la alegría no tiene lugar en los “resentidos cumplidores”. Les falta algo fundamental: están siempre en la casa, pero sin vivir ni como hijos ni como hermanos. La advertencia es seria: hijos y hermanos se es; no simplemente se aparenta serlo. De la conversión del hijo mayor, la parábola no nos dice nada… Y es que la autosuficiencia arrogante y cumplidora es el obstáculo más grande para el cambio. Falta absolutamente la conciencia de necesitarlo… ¡Aviso para navegantes!